Aumentando la familia.

Sonaba el timbre con insistencia. Me levanté del sofá mirando inquisitoriamente a mi hijo, que movió las cejas en señal de que no esperaba a nadie; "no espero a nadie", dijeron sus cejas.

Mi marido hizo un gesto que pretendía demostrar una incipiente intención de abrir. Una leve elevación de cadera, casi imperceptible, que cesó abruptamente en el momento en el que yo empezaba a incorporarme.

Contesté por el interfono. La pantalla en pálidos grises y blancos turbios devolvía la desdibujada imagen de un adolescente de ojos brillantes, por efecto de la cámara nocturna. No sé cómo sabe la cámara del interfono cuándo es de noche, con lo que a mí me cuesta, a veces, distinguirla del día.

-¿Está Paula?
-¿Paula? Uy, no. Me parece que te equivocas.

No puedo explicar porque se lo dije así. Supongo que por un exceso de cortesía mal entendida, ya que, en realidad, estaba absolutamente convencida de que se hallaba en un error.

El caso es que la tibieza de mi respuesta le concedió la oportunidad de insistir.

-No, no me equivoco. Aquí vive Paula, estoy seguro.
-A ver, estás picando al…
-Al bajo segunda, sí, donde vive Paula.

Empecé a debatir internamente, en profundo silencio, entre las dos alternativas más plausibles: enfadarme o reírme.

Decidí que era gracioso, así que le abrí y, con algo de pedantería y muchas ganas de ver la cara del muchacho prendida por el rojo carmín de la vergüenza al reconocer su error, le invité a entrar.

De forma contraria a lo que yo esperaba, pasó por mi lado sin saludar y sin mirarme recorrió el pasillo hasta el fondo. Allí giró a la izquierda, abrió la puerta del baño y entró en él.

Me asusté un poco y avisé a mi marido.

-Daniel, ven.
-¿Para qué?
-Ven.

Le cogí de la mano y, sin soltarla, abrí la puerta por la que había desaparecido el joven visitante.

Tras la entrada, donde siempre había habido un lavabo de dimensiones generosas, con un plato de ducha amplio y un armario grande para las toallas, apareció una habitación decorada en tonos rojos, con unas cortinas sedosas y una cama con el edredón a juego. Me llamó la atención que la lámpara del techo estaba envuelta en un pañuelo, dando una luz cálida y envolvente a la estancia. En el lecho estaba sentada una chica de unos 15 años, junto al muchacho que había llamado al interfono, las manos de ambos entrelazadas. 

Paula nos miró y dijo:

-Dejadnos. Cerrad la puerta e iros.

Con autoridad, pero sin acritud. Como una princesa, una khaleesi.

Volvimos en silencio al salón, meditabundos. Ausentes. Marcos, con la insolencia de sus trece años, cambió de canal la televisión al notar que su padre y yo nos sentamos en el sofá y, esbozando una mueca de disgusto, se fue a su dormitorio.

Al estruendo del portazo, que resonó por toda la casa al encerrarse en su habitación, reaccioné.

Me incorporé de nuevo, pasé junto al cuarto de Marcos, entorné su puerta sin decir nada y me planté delante del de Paula. 

Abrí de nuevo, con determinación y aplomo.

-En esta casa tenemos la norma de puertas abiertas.
-Pero… (inició la protesta Paula)
-Ni pero, ni pera. Mientras estés en mi casa, seguirás las reglas.

De una manera tan poco apropiada, ese día perdí un plato de ducha, gané una hija y un proyecto de yerno que no prosperaría.

Pronto nos fuimos acostumbrando a la presencia de Paula y de David, su inseparable amigo, que sólo se iba de casa por la noche, muchas veces después de que mi marido y yo nos hubiésemos abandonado al sueño.

En ocasiones, Paula se iba al cine o traía alguna amiga a casa y se confinaban juntas en su alcoba roja. En el transcurso de las comidas, a menudo discutía con Marcos y se insultaban como buenos hermanos. Yo temía que mi vástago, en una edad difícil y tras haber sido hijo único durante tanto tiempo, tuviese algún problema para aceptar la nueva situación. Pero, sorprendentemente, pronto empezó a odiar a su hermanastra con la profundidad y amplitud más inesperada y a la vez más frecuente y natural en familiares de su edad.

Durante los siguientes meses, la relación con el resto de la familia fue normalizándose, entendiendo por normal la tensión agobiante, la falta de educación y la insolencia entre los miembros en edad adolescente y los adultos de la casa.

Paula salía de casa a las 7 de la tarde con instrucciones claras y estrictas de volver antes de las 10 y acababa presentándose a las 12 de la noche, con un aliento sospechoso y especialmente respondona. 

Marcos tomaba ejemplo y, al día siguiente, intentaba imitarla. Solo que, como sus amigos se recogían antes, se quedaba solo en la calle, se aburría y llegaba a las 10 y cuarto. Eso sí, destilando el mismo mal humor que Paula el día antes.

Paula trajo unas notas que eran un desastre. Una auténtica debacle. Una catástrofe de magnitud internacional. Las entregó con una actitud bastante alejada de lo que, en mi casa, llamamos compungimiento:

-Fírmalas, que tengo que devolverlas.
-Pero, ¿esto? ¡No has aprobado ni gimnasia!

A lo que respondió encogiéndose de hombros.

-Y ¿qué quieres? ¿Que me ponga a sudar como una cerda?
-Si hubieses aprobado ciencias sabrías que las cerdas no sudan.
-Si tuvieses la más remota idea de con quién comparto clase, serías tú la que sabría que hay algunas que sí. Y también las zorras, y algunos pollos…

Siguió argumentando en su favor e inventando excusas que yo dejé de escuchar. A partir de un cierto instante, solo veía sus labios moverse a la vez que imaginaba mis manos rodeando su cuello y estrangulándolo.

“Total, tampoco somos familia, no es tan grave,” me tranquilizaba a mí misma cuando otros pensamientos de culpa, en segundo plano, se solapaban con los anteriores.

A vosotros también os pasa, ¿verdad? Que pensáis dos cosas o más a la vez. Reflexiones simultáneas que se abren en la cabeza como ventanas en una pantalla de ordenador y pasan a primero o segundo plano según la intensidad con que lo sientas.

Estaba dándole vueltas a los tres temas (el asesinato de Paula, los posibles atenuantes y las reflexiones múltiples) cuando sonó el timbre.

De forma automática, sin saber muy bien lo que hacía, me dirigí al interfono y descolgué.

-¿Quién es?
-¿Está José Manuel?

Por supuesto, colgué de inmediato, no sin antes despedirme:

-¡Y una mierda!






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