Cynthia tuvo, hace unos 30 años, una sonrisa
amable y completa, llena de piezas dentales, un cuerpo menudo, ágil y elástico
como un junco. Hoy se dirige a mí en una calle del Trastevere romano, con una
mirada tan vacía como la boca:
-
“... qualque cosa, mi chiamo Cynthia.”
Contesto un rápido e incómodo “OK”, aparto la
vista de inmediato y continúo mi camino, no sin sentirme vagamente halagado, lo
que se traduce en un nuevo impulso que acelera el ritmo al que traquetean las
ruedas de la maleta sobre los infames adoquines de Roma.
En este punto, se hace necesario aclarar qué
diablos pinto yo en un barrio de la capital de Italia arrastrando una maleta.
Para ello, es necesario dibujar un modesto viaje en el tiempo de tan solo unas
cinco horas.
Después de tres días de visitas exhaustivas por
Roma, despertamos tarde el cuarto, cansados pero dispuestos a aprovechar
nuestras últimas horas antes de volver a casa. Anira se toma más tiempo del que
cualquier otro ser humano necesita para ducharse y vestirse y, en las prisas
provocadas por tamaño retraso, olvidamos en el hotel el souvenir comprado el
día antes. Cuando llegamos a la estación Termini, donde tenemos la intención de
dejar el equipaje para disponer de más manos con capacidad de hacer fotos, nos
damos cuenta del descuido y, tras dudar unos segundos, decidimos que no vale la
pena volver a por él. Hay que aprovechar el tiempo.
El mismo afán es el que nos conduce a renunciar
a hacer uso de la consigna de la estación. Hay una cola de, aproximadamente,
una hora y nuestro tiempo es ORO.
Invertimos sabiamente la hora ganada en esperar un autobús que nos conduce a la Piazza del
Popolo, a la que llegamos nuevamente hambrientos. Nos sumergimos en el sótano
de una trattoria, probamos por enésima vez la pasta y la pizza italianas y
regresamos a la superficie de la Via Margutta, que desemboca en otra calle que
a su vez nos lleva a otra y a otra más hasta estar casi completamente perdidos.
Echo la vista atrás para
descubrir a mi mujer y a mi hija arrastrando los pies, con los hombros
inclinados hacia adelante y los ojos hundidos, en un fiel reflejo de la imagen
que yo mismo proyecto y que nos convierte en uno de los grupos de proto-zombies
que deambulan por Roma disfrazados de turistas.
Anira se empeña en
entrar en cualquier iglesia que sale a nuestro encuentro. Es ese capricho el
que nos da la oportunidad de admirar, después de buscarlas sin éxito, algunas
pinturas de Caravaggio, en el interior de San Luigi dei Francesi.
Para
obtener el pertinente permiso de entrada, un militar nos conmina a que abramos
las maletas con el objeto de que sean inspeccionadas. La cara
de italiano disgustado al ver la ropa desordenada y sucia nos hace recordar que
lleva una metralleta en las manos y es conveniente no hacerle enfadar.
Tras
admirar los frescos del pintor barroco, seguimos remolcando equipaje con
descansos cada vez más frecuentes, cada vez más prolongados. El último, antes
de cruzar el Tevere, en el parque más sucio y abandonado de Roma, en el que sin
embargo encontramos un banco libre al sol donde olvidar durante unos instantes
la sórdida realidad que nos rodea e, incluso, disfrutar del espectáculo que nos
brinda un romano intentando llevarse a una muchacha española al foro.
Tras
comprobar que no lo consigue y apurar un helado, regresamos a la ciudad de los
turistas, la bellamente decadente, monumental y evocadora y nos desplazamos en
un último esfuerzo hasta Santa María in Trastevere, enfrente de la cual tomamos
un nuevo respiro, sentados en la terraza de un bar y despidiendo con los
móviles al barrio que más nos ha cautivado.
En
los breves doscientos metros que nos separan de la parada del autobús que nos
debe devolver a Termini es donde ocurre el encuentro con Cynthia la menuda.
Cynthia la mellada. Escasos segundos después haberla dejado a mi espalda, una
mano trata de aferrar la mía, lo que me provoca un salto hacia la derecha,
acompañado de una mirada horrorizada a la izquierda, donde encuentro a una
sorprendida Anira.
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