Mi vida en la edad provecta



Hacía meses que no veía a X. 



Podría llamarle por su nombre, Xavi, pero entonces el relato deja de tener un comienzo que recuerde a una novela de espías. Tampoco es un gran inconveniente, ya que el resto continúa de una forma que se aleja diametralmente de ese tipo de novelas. ¿Qué mierdas estás diciendo? Vale, ya lo dejo y continúo por donde iba.

Hacía meses que no veía a X. El invierno es muy largo y el clima frío y húmedo aumenta de forma sutil las distancias. Pero se acerca la primavera y conseguimos encontrar un momento en el que coincidir y ponernos al día de nuestras respectivas vidas.

Hemos llegado a una edad que, según la wikipedia, ya se puede llamar provecta y el rango de nuestros temas de conversación se ha ido ampliando. No dejamos de comentar los asuntos que nos han preocupado siempre, pero hemos ido añadiendo algunas inquietudes más recientes, casi siempre relacionadas con LA SALUD.

Por supuesto, cada cual habla de la propia. Más concretamente, cada uno explica episodios en los que pone de manifiesto la falta de ésta.

X ataca con problemas gástricos, yo respondo desde el fondo de la mesa con migrañas. X, a bote pronto, enlaza una serie de golpes articulares y musculares que casi me baten por completo, pero tengo la partida en mi mano con un tanto digno de un máster. Le explico, con profusión de detalles, mi aventura en las montañas.

Una historia que comienza en Sant Llorenç de Morunys, en el Solsonés, donde pasaba unos días de relax con mi familia. Lo de los "días de relax" suena a tópico porque lo es. Pero no hay una forma más ilustrativa de describir ese periodo sin incurrir en explicaciones innecesarias como las que, ahora mismo, estoy dando.

Tras nuestro segundo día en la pintoresca localidad, apartados del mundanal ruido, reposando, paseando, comiendo y bebiendo, nos encerramos en un apartamento que, al caer la noche, se convertía en un acogedor refugio. ¿No queríais tópicos? Pues toma dos tazas.

Después de cenar comencé a sentir molestias en el estómago. Parecía una mala postura. Nada que un anti-inflamatorio no pudiese remediar, me dije a mí mismo con ingenuidad. Lo comenté someramente con mi mujer y mi hija, pero ni ellas ni yo le concedimos mucha importancia. Estuvimos viendo una película sin más preocupaciones que las que nos causaba el destino de una cerda gigante, diseñada por ingeniería genética, y su dueña coreana en la pantalla y, a una hora decente y adecuada a "unos días de relax", nos fuimos a la cama.

Ahí continuaron las molestias. El silencio y la oscuridad se convirtieron en sendos aliados del insomnio, un monstruo alimentado por un creciente dolor en la zona abdominal. De tal forma creció que, tras dar muchas vueltas en el colchón king-size, después de sentarme en la cama, sentarme en el suelo, tumbarme en la alfombra, intentar arrojar y hacer de cuerpo, después de intentar dormirme cerrando los ojos con violencia, estirarme sobre el parqué, retorcerme, hacerme un ovillo y después de llorar amargamente, imaginándome a mí mismo amanecer siendo un frío cadáver al que plañirían mi esposa, mi hija, mis padres, hermanos y mi familia lejana, así como amigos, compañeros y admiradores en general, decidí despertar a mi compañera de catre y pedirle que me llevase, por Dios, al hospital más cercano.

A las dos de la madrugada me despedía de quien debe de ser el báculo de mi vejez, mi única descendiente, con la convicción de que no volvería a verme con vida, esa vida que notaba escaparse en lo que yo creía que eran mis últimos estertores, tratando de contener las lágrimas y aparentando tranquilidad. Le dimos instrucciones para que permaneciese atenta a su teléfono y nos largamos, dejándola tan profundamente dormida que resultaba poco creíble que hubiese entendido nada de lo que se le dijo.

Mi esposa está operada de la vista y por la noche ve mal. Así que por la noche no conduce, y menos por una carretera de montaña que no conoce. El hospital más cercano estaba a algo más de una hora de camino por la vía más revirada que he transitado en los últimos veinte años. Conduje hasta Berga, encogido en el asiento del conductor, con la vista puesta en la niebla que se abría al paso del vehículo, rodeados de espeso bosque y sin cruzarnos con ningún otro coche.

Debo reconocer que, al llegar al hospital, el dolor ya no era de la misma intensidad. Probablemente, el hecho de tener que fijar la atención en pilotar había hecho que olvidase un poco el daño punzante y amenazante.

A las tres de la mañana no había nadie más que nosotros en la sala de espera del hospital. Tras unos instantes, me hicieron pasar a una de las habitaciones, donde nos recibió una princesa medieval disfrazada de doctora. El porte distinguido, el color y la medida del cabello, la sonrisa amable y discreta eran un reflejo fiel de lo que, por culpa de las películas e Robin Hood, y por mucho que la infanta Elena se empeñe en desmontar el mito, imaginamos al oír historias de nobles damas. Rendido a su voluntad y creyendo que deliraba, me tumbé en la camilla que me señaló y dejé que me palpara el vientre, contestando con diligencia a todas sus preguntas mientras, asombrado por el buen ojo que había tenido, leía el nombre en la chapa que llevaba en la bata: Ginebra. 

El diagnóstico de la prometida de Sir Lancelot fue fulminante:

- Son gases.

De vuelta a Sant Llorenç, los anti-inflamatorios habían comenzado a surtir efecto y ya me sentía algo mejor. La niebla había desaparecido casi por completo y alegres cervatillos se nos cruzaron de forma espontánea y jovial por la carretera, sin ocasionar ningún percance y dándonos un tema más del qué hablar para vencer el sueño.

A estas alturas, X sabía que había perdido. Los ciervos habían acabado de desarmarle, había cedido el saque. Punto, juego, set y partido.





Comentarios

  1. Jajaja que bueno, pero me debes un masaje...despertarme por unos simples gases.

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