El buen policía (entrega I)

1.

Manuel se despierta en el sofá, vestido, a media noche. A tientas, enciende una lámpara de mesa y se sobresalta al descubrir, a su lado, el cadáver ensangrentado y desnudo de una joven y atractiva mujer. Poco a poco va recuperando un ritmo de respiración normal y se acerca para comprobar las constantes vitales del cuerpo, aunque la posición en la que descansa en el suelo, la cantidad de sangre derramada y la expresión de su cara no dejan lugar a dudas.

Manuel se levanta del sofá y se queda mirando a la chica, pensativo, mientras se rasca la barbilla. Va al lavabo y abre el grifo del lavamanos. Se lava concienzudamente la sangre que cubre sus dedos, palmas, dorso y antebrazos.

Se dirige, después, a un cuarto de limpieza y se provee de guantes, estropajo, papel, bayetas, jabón y una gran sábana de plástico. Deja el plástico junto a la bañera y acerca el resto de productos de limpieza al salón, donde el cuerpo continúa estirado en el suelo, con la obstinada paciencia de las personas muertas.

Vuelve al lavabo. Extiende el plástico sobre la bañera, tapándola por completo, y dedica un buen rato a ajustarlo a los bordes y el interior, intentando que quede como un forro, un revestimiento.

Cuando considera que el resultado es aceptable, pisa sin querer una esquina con el tacón de su bota y arrastra el plástico, contratiempo que le obliga a comenzar de nuevo. Mientras trabaja en la recolocación, sonríe para sí y se habla en un susurro: “mira que soy torpe”.
Mueve el cadáver, arrastrándolo por los pies, hasta el baño, no sin dificultad y lamentándose por lo mucho que está ensuciando el suelo. Consigue meterlo en la bañera, pero al hacerlo el plástico vuelve a arrugarse. A base de ir levantando el cuerpo de la chica y tirar a la vez de la sábana, vuelve a resituarlo. Entonces se da cuenta de que las piernas le cuelgan por fuera, por lo que trata de incorporarla. Al cambiar a la joven de postura, sentándola, soluciona el problema de las piernas, que quedan dentro, pero el tronco no aguanta el equilibrio y se decanta hacia un lado. La apuntala con varios botes de champú para hacer que se incline hacia el lado de la pared.

La deja allí, quieta y haciendo, de nuevo, gala de una gran parsimonia, y se dirige al salón para enfundarse una bata de material plástico y los guantes y ponerse a limpiar sangre del suelo. Quita también la funda del sofá y repasa algunos muebles en los que va encontrando restos. Entre dientes, murmura: “esto no está pagado”. Y vuelve a sonreír.

Mete los guantes, la bata, los papeles, las bayetas, estropajo y la funda del sofá en bolsas de basura y mira, satisfecho, la pulcritud del salón, mientras la luz de la mañana comienza a bañar la escena. Manolo mira su reloj y, con un gesto de contrariedad, comienza a desvestirse mientras entra en el baño. Recoloca las piernas de la muerta para hacerse sitio entre ellas y entra en la bañera con la intención de darse una ducha. Abre el grifo, colocando la mano derecha bajo el chorro de agua para comprobar la temperatura y, cuando nota que sale suficientemente caliente, cambia la posición del mando para que el agua salga por la alcachofa, que sujeta y dirige a su cabeza.

No tarda mucho en darse cuenta de que el plástico tapa el desagüe y el agua está a punto de desbordarse. Con un gesto de fastidio, retira de nuevo el plástico, se enjuaga y se seca en el pequeño hueco que se mantiene entre las piernas de la chica. Extiende la toalla en el suelo para no pisarlo con los pies desnudos y se viste.

Su indumentaria es un pantalón de lona azul, con muchos bolsillos para guardar herramientas, una camiseta con publicidad de la empresa para la que trabaja, una chaqueta del mismo color, unos pantalones y unas botas de seguridad.

Antes de salir de casa, llena la bañera de agua fría y añade dos bolsas de hielo que tenía en el congelador.

Manuel se pasa la jornada completa moviendo muebles para una empresa de mudanzas. Al acabar, se da una ducha en el vestuario del garaje donde guardan los camiones y se pone unas bermudas y un polo. Deja la mochila con la ropa sucia de trabajo en el coche y se reúne en un bar con algunos compañeros. Toman un par de copas, comentando sus pequeñas rencillas, anécdotas del día, planes de futuro, la jornada deportiva… poco a poco se van despidiendo hasta que, del grupo, solamente queda Manolo, que pide una cerveza y le dice al camarero que, a esa chica rubia de la barra, la que está sola, la invita él.
A los pocos segundos, la muchacha se gira hacia él y le sonríe, gesto que Manuel aprovecha para acercarse a brindar con ella, presentarse y preguntar su nombre.

- Paqui
- Encantado. Yo soy Manuel, pero mis amigos y algún capullo me llaman Manolo.
- Gracias por la copa, Manolo.
- Eres del barrio? Creo que no te había visto antes.
- ¿Crees? Qué decepción, tendrías que decir que, si me hubieses visto, te acordarías.
- Ya, pero no te imaginas lo despistado que soy. Si te digo la verdad, el que no es de aquí soy yo.
- ¿En serio? Y ¿de dónde eres?
-      -  Si tuvieses que decidir que, a partir de un día, solamente podría escucharse una canción en el mundo, una nada más, ¿cuál elegirías?
-      -  No sé. Nunca me lo he planteado.
-      -  Yo “American Pie”
-      -  ¿Y eso?
-      -  No me canso de escucharla, podría estar oyéndola en bucle todo el rato, cada día, sin interrupción.
-      -  Me ha tocado el raro del bar, ¿verdad?
-      -  Que va, yo soy el normal. Si quieres, te acompaño a casa y te voy explicando las extravagancias del resto de parroquianos.
-       - Vale, pero me tengo que acabar la copa.

Manolo consigue saber que Paqui es de un pueblo, que acaba de llegar a Barcelona para estudiar y que comparte piso con algunas desconocidas. También consigue su número y la promesa de que se mantendrán en contacto.


2.

En la oficina no ha parado de sonar el teléfono en todo el día. Se está celebrando el gran premio de motociclismo en un circuito cercano y las quejas de los vecinos por el ruido de las motos, el humo de los porros, peleas de borrachos y algún gesto procaz que provoca la indignación de no pocos locales son los motivos que más frecuentemente se repiten en las sucesivas llamadas.

Genaro lleva casi cinco horas respondiendo a protestas intrascendentes, tomando nota, pasándolo a otros agentes y, entre tono y tono, intentando apurar un bocadillo de caballa en escabeche que empezó con muchas ganas pero al que las continuas interrupciones le han ido restando interés.

Contesta con la boca llena a la enésima llamada, intentando disimularlo mientras se limpia los labios con el dorso de la mano.

-        -  Hola, quería denunciar una desaparición
-         - Umh…
-         - ¿Hola?
-         - Seeh. Umh. Hola. Una desaparición, decía. ¿Quiere decir un robo?
-         - No, no. La desaparición de una persona.
-         - Ahá. Déme su nombre para poder dirigirme a usted.
-         - Ana.
-         - Ana, por favor, explíqueme los detalles. ¿Qué ha sucedido?
-        -  Mi sobrina, Mª Jesús, salió ayer por la mañana para ir al hospital donde está haciendo las prácticas de enfermería y desde entonces no sabemos nada de ella. No contesta al móvil y en el hospital no la vieron en todo el día.
-         - ¿Puede personarse en la comisaría, por favor?
-         - Claro, ¿ahora mismo?
-         - Cuanto antes, Ana.
-         - Vengo enseguida. Me visto, que estoy todavía en camisón, y cojo el coche para acercarme.
-         - Procure aparcar fuera de la zona marcada en amarillo. Se lo digo porque la pintura está un poco gastada y puede que, depende de cómo dé la luz, no la distinga.
-         - ¡Ah! Gracias, muy amable.

Ana es una mujer que ronda los cincuenta, gruesa y apetitosa a los ojos de Genaro, que tiene unos cuantos más y cierta inclinación por las curvas pronunciadas. Le ofrece un café, que Ana acepta, mientras toma nota con interés de los pormenores del caso, que diligentemente la tía de Mª Jesús va desgranando. A pesar de lo atractiva que le resulta, su profesionalidad le impide desviar ni una sola vez la mirada hacia el escote de su interlocutora. De todos modos, la visión periférica y la intuición propia de un investigador curtido le permiten hacerse una idea bastante precisa de la imagen que tendría si bajase un poco los ojos.

Genaro ruega a Ana que, de momento, no descarte la ausencia voluntaria de su sobrina. Puede haber muchos motivos por los que esté incomunicada y la mayor parte de ellos obedecen a su propia voluntad, así que no es momento, aun, de preocuparse. Sin embargo, el protocolo policial le obliga a poner en marcha un plan de búsqueda que implica hacer preguntas a familiares, conocidos y vecinos. Le pide, por ello, algo de paciencia y comprensión y espera que no sea muy molesto. Solicita permiso, también, para hacer pública la desaparición en el caso que llegue el momento en el que lo consideren oportuno. Ana accede. Secretamente (tan en secreto que ella misma es incapaz de percibirlo como algo real) se siente un poco protagonista de un thriller y, en el fondo, cree saber que su sobrina está pasando unos días con algún amigo. Es por ello por lo que, hasta ahora, no le ha contado nada a sus padres, que viven en el extranjero y se comunican, por teléfono, un par de veces a la semana con Mª Jesús.

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