No quisiera resultar
pretencioso, pero desde que recuerdo he querido comenzar un texto con esta
frase: No quisiera resultar pretencioso.
Eah! Ya está hecho.
Mi trayectoria como
escritor está repleta de altibajos.
Altimedios.
Mediobajos.
Mediobajos largos,
los bajos, y cortos los medios.
Empezó un buen día
(bajo) en el instituto al que acudía. Presenté una redacción o un comentario de
texto o lo que sea que tenía que escribir y la profesora de lengua me llamó, al
devolvérmelo corregido, para decirme:
-
¿Has
pensado en escribir?
Como contesté que no,
le ahorré que me respondiese:
-
Pues
quítatelo de la cabeza.
Así que saqué las
conclusiones que vi salir de los bajos del pantalón, demasiado cortos por
intentar seguir la moda del momento. Eran las conclusiones que me salían de los
huevos.
Pasaron unos cuatro o
cinco años desde aquel momento hasta uno en el que se me ocurrió una historia
muy marrana, sucia, sexual y casi pornográfica. He de confesar que, por aquella
época, compraba, leía y coleccionaba una revista de cómic erótico en la que se
publicaba un relato en cada número. Lo de que se publicaba un relato en cada
número no forma parte de mi confesión, sino que es un hecho cierto y
constatable.
Casualmente, el
editor de aquella revista era compañero de facultad. Conociéndole, envié una
“carta al editor” con la esperanza de captar su atención, explicando una
experiencia real, digamos que también guarrilla, y demostrando con algún
detalle personal que le conocía.
Por muy editor que
seas, somos todos humanos. Cotillas, porteras. Así que no sólo publicó la
carta, sino que la contestó en la revista pidiendo que revelase mi identidad,
como mínimo en privado.
Así lo hice.
- ¿En serio
eres tú? ¿De verdad? No me lo puedo creer, pero si tú pareces… pero si tú… ¡Anda
ya!
En efecto, esa es la
imagen de persona seductora y aventurera que proyecto.
Aproveché para
hablarle del relato y me pidió que se lo enviara. Si le gustaba, lo publicaría
y ¡Atención! Me lo pagarían.
Y me lo publicaron y
gané por lo menos 6.000 pesetas.
Ese fue mi gran
momento medio.
A partir de entonces
se suceden periodos de inactividad absoluta con momentos bajos.
En cierto modo, la
publicación me animó a escribir. En algún sitio leí una entrevista a algún
escritor de renombre o desconocido -me da igual porque no me acuerdo de quién
se trataba-, que decía llevar siempre un bloc de notas encima y allí anotaba
todo lo que se le ocurría, en cualquier momento.
Hice lo propio, me
compré una libretita y un lápiz y, de la técnica del “siempre atento” a la
inspiración, nacieron textos tan destacados como los titulados: “Señora gorda
en el andén”, “Si se agacha un poco más se le ve el pezón”, “Estoy tan cansado
que no puedo ni escribir”, “Cuándo coño voy a encontrar un trabajo decente” y
otros que ni siquiera merecieron un título.
Se acabaron las
páginas, más pobladas de dibujitos de muchachas en cueros que de texto y, a la
vista del desigual resultado, perdí el interés por seguir llevando a cuestas la
dichosa libretita.
A la libreta
sucedieron largos inviernos de silencio, roto en escasas ocasiones por
guturales gritos en la noche, sin sentido, sin propósito, sin hilo argumental.
Garabatos inconexos en un papel que no significaban nada. Perdidos en algún
cajón, olvidados, marchitos. Varias mierdas, para entendernos, escritas cuando
el aburrimiento era más poderoso que el sueño.
El aburrimiento es un
arma de doble filo. Por un lado corta y por el otro también, que para eso tiene
dos filos.
Hecha esta reflexión,
absurda por otra parte, sigo con el relato.
La falta de aficiones
me llevó de nuevo a enfrentarme a una hoja en blanco. Para entonces ya existían
los ordenadores personales y eso, amigos, es una tentación nueva. Una cosa es
escribir en papel y darte cuenta de que no tienes nada que explicar. Y otra muy
diferente es hacerlo en un procesador de texto.
La sensación de ser
inocuo y no tener nada que ofrecer es la misma, pero con la ventaja de haberlo
contrastado en un nuevo medio.
Comencé una novela,
basada en un personaje inspirado por un compañero de trabajo. Un señor bajito,
enjuto y nervioso, analfabeto e intenso. Un personaje que daba para una
película, un libro, un ensayo, un sainete, un romance y una ópera. Me cansé de
él a las pocas páginas.
Comencé varios
cuentos, varias novelas más e, incluso, conseguí acabar algún relato que
publiqué en una página de internet. Acabar algo anima, aunque se acabe pronto y
mal para poder darlo por terminado, así que empecé muchos más que siguen
inacabados. El pez que me muerde la cola. ¡Ay!
Acabé hasta un guion
de esos que pueblan los cajones de los más célebres agentes inmobiliarios, de
los más ilustres camareros de after.
De hecho, estoy
convencido de que esos guiones, pobladores inmigrantes en cajones, forman una
comunidad bien avenida que se reúne en la oscuridad de los fondos y traman
nuevos capítulos, reescriben finales y dotan a algunos personajes del recorrido
que originalmente no tenían.
Con el tiempo,
después de escribir y distribuir entre mis amistades algunos relatos del estilo
de mis vidasmías, me dejé convencer para revolucionar el mundo digital abriendo
un blog en el que podría ir publicando. La gran ventaja del blog es que es
gratis y fácil. Otra ventaja pequeña, pero atractiva, es que tú mismo marcas el
ritmo.
Paradójicamente,
tener un sitio donde colgar mis paranoias sin la presión de escribir para una
fecha concreta, en lugar de incitar a la perreza, me ha dado una constancia de
la que no había hecho gala nunca antes.
Otra gran ventaja del
blog es poder poner la palabra “paradójicamente” en un texto, publicarlo y, al
cabo de un tiempo, leerlo y admirar al autor por haber puesto bien la tilde.
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