Loles y Pedro

Loles

 

Llevo tres días sin poder trabajar.

 

El ordenador estropeado, el confinamiento municipal, el teletrabajo y las mariposas en el estómago se han alineado para que, en los últimos días, no haya conseguido completar ni un puñetero formulario para solicitar una subvención, ni editar una nota de prensa, ni siquiera enviar un mail pidiendo ayuda, ¡¡“Help!!”, ¡Socorro! Mi único contacto con el exterior es Pedro, que está haciendo ímprobos esfuerzos por arreglar el aparato. Le llamo constantemente por teléfono para que me de las indicaciones pertinentes, viene a casa, se lleva el portátil, me lo trae al cabo de unas horas y lo probamos, le invito a un café, charlamos y me gusta que sonría mientras me escucha y que, conmigo, sea un poco menos caustico que con los demás, un poco menos huraño.

 

Llevo más de cinco años separada de un marido que todo, absolutamente todo, lo fiaba al terreno de la intelectualidad, por lo que calculo que, salvo esporádicas excepciones, tengo el campo de la voluptuosidad en barbecho desde hace por lo menos dos décadas.

 

La sonrisa de Pedro es una promesa que, a mis casi 50, me produce un rubor que no es vergüenza. Me esfuerzo en no dejar que se me note. Me toco el pelo con coquetería, pero con la mirada distraída, como si no le diese la importancia que tiene ni cayese en la cuenta de que Pedro distrae los ojos de la pantalla para recorrer con ellos mis dedos acariciando un mechón rizado que se retuerce a su paso, como bailando. Tampoco le pasa desapercibido el perfume dulce, de rosas, del que me pongo dos gotas en el cuello justo antes de ofrecerle el café y aprovechar el momento de servirlo para rozar su mano en un movimiento casual.

 

Hoy se ha presentado con unas flores, además del pertinente ordenador. Azorado, ha esgrimido una excusa:


- Llevo ya varios días aceptándote la invitación a café y mira, las he visto y he pensado: una forma de agradecerlo. 


Las he tomado en mis manos, ignorando por completo el portátil y le he estampado un casto beso en la mejilla, ofreciendo la mejor de mis sonrisas, la más seductora que tengo en catálogo.


- No tenías que haberte molestado.

- No es molestia, estoy encantado y ya ha valido la pena.


Seguramente, es el día que más ha tardado en irse. Ni encontraba la manera de arreglar la conexión, ni ponía mucho empeño en ello. Yo tampoco me he impacientado, para qué mentir, y he alargado todo lo que he podido la conversación ya en la puerta, a medio despedirnos y sin que ninguno de los dos se haya atrevido a nada más que a darnos la mano mirando un poco más al suelo que a los ojos del otro.

 

Pedro

 

Yo creo que me la follo. Y si no, apago y vuelvo a encender.

Comentarios