Par, par, par, impar. Par, par, par, impar. Raya. Par, par,
par, impar. Par, par, par, impar. Raya.
Gertrudis
arrastra los pies de camino al instituto.
Cuenta
las losetas del suelo y establece una pauta que ni la más fuerte ventisca, ni
la tormenta más violenta, ni siquiera un coche que se suba a la acera para abalanzarse
sobre ella, es capaz de interrumpir. Sólo pisa donde el inexorable ritmo de su
cabeza le marca.
La
mochila con cientos de quilos de papel impreso arqueándole la espalda y
hundiendo sus tobillos en las zapatillas Nike, atadas con cordones de colores
diferentes.
Es
miércoles. Gertru hace ya muchos años que aprendió a odiar el lunes. Tiene
tanta experiencia en odiarlo, que empieza a atreverse con otros días. Ya ha encontrado
motivos para odiar el martes y el jueves, pero de momento el miércoles se le
resiste.
El
miércoles visita a su abuelo en la residencia y, aunque las visitas son cortas
y el yayo no siempre está de buen humor, Gertru aún no ha encontrado el valor
para enfrentarse a un miércoles con la misma aversión con la que encara los
lunes.
Gertru
también odia su nombre. Gertrudis. Las chicas de su instituto se llaman Marta y
Silvia y Yolanda y Sandra y Vanesa y María y Carla. Desde los ocho años, cuando
llevaba ya tiempo soportando burlas, conoce la historia que se encierra tras
él. Gertru aún no ha llegado a la conclusión que le brindará la madurez: para
todo hay un motivo. Y cuando algo no lo tiene, siempre hay alguien capaz de
inventarlo. Pero sabe que había una razón para llamarse de la forma más absurda
que se puede llamar alguien en su instituto.
Su
padre, Braulio, apostó con su tío el día de su nacimiento. La apuesta era muy
sencilla: Braulio y su hermano Fele debían beber tantos vasos de vino como fuesen
capaces. El último en rendirse decidía el nombre que llevaría la niña que
acababa de nacer. Obviamente, quién ganó fue su padre, así que su tío Fele no
pudo ponerle Sinforosa, como había planeado cuando llevaba ya una botella de
vino. Braulio decidió que, si ganaba, le pondría a su hija Gertrudis. Cuando
pensó el nombre sólo había bebido seis vasos de tinto y dos de blanco (tinto,
tinto, tinto, blanco, cambio, tinto, tinto, tinto, blanco)
Braulio
conducía una ambulancia funeraria. Había trabajado en ello desde los dieciocho
años y, cuando el antiguo dueño murió sin dejar descendencia, condujo el
cadáver hasta el tanatorio y heredó el negocio.
Su
familia tardo mucho en aceptar su trabajo como fuente de ingresos. La
superchería más arcaica entraba en conflicto frontal con la ambición de los
Peláez. Finalmente, gracias a la casa que construyó tras cuatro años como dueño
de la empresa, consiguió inclinar la balanza hacia la más atávica de las
corrientes que colisionaban bajo el peso de la tradición. De la sospecha y el rechazo inicial, Braulio pasó al hospedaje feliz
de sus progenitores, un hermano de estos, dos tías solteras y un amigo de la
familia, de los de toda la vida.
Bajo
el mismo techo coinciden varias generaciones de Peláez y algún Morente
advenedizo que supo aprovechar la oportunidad. Coinciden es la palabra correcta
en este caso, ya que no se puede hablar de convivencia. La comunicación es tan
escasa como los amplios pasillos y estancias de la casa permiten.
El
único miembro vivo de la familia que se comunica de forma regular con los demás
es, precisamente, el único al que se ha apartado de la comunidad. El Yayo
Fernando vive en una residencia, aquejado de senilidad común y de una insólita
sensatez. La sensatez la aplica,
precisamente, a la forma en que se conecta con su familia. Para cada uno, ha
elegido un canal que se adapta a las singularidades del otro.
Con
Braulio habla por teléfono a diario. Cubre así la necesidad que tiene su yerno
de sentirse absuelto de la culpa que, inconscientemente, se atribuye por el
exilio voluntario del padre de su mujer.
A
su hija,
Como
ya sabemos, el abuelo es el responsable, recibiendo a Gertru, de que la niña no
odie todos los días de la semana.
A
su esposa, Emilia la silenciosa, le deja que cada noche, en sueños, le explique
lo que ha hecho durante el día.
Para
organizar el sistema de mensajería, consciente de las lagunas de su memoria,
recurre a la repetición inexorable de patrones. Memorizó en el lugar de su
cerebro que más lejos se encontraba de Senil (patrón de los desmemoriados en su
propia imaginería, una broma privada que comparte solamente con él mismo) la
secuencia que asegura el contacto con su familia: llamada, sueño, llamada,
e-mail, sueño, llamada, visita, sueño, llamada, sueño, llamada, sueño, llamada,
sueño, descanso, sueño.
Emilia
se ha ganado el apodo de la silenciosa a pulso. Durante muchos años, sólo se le
han oído las palabras imprescindibles para probar que no padece de ninguna
enfermedad en la laringe o las cuerdas vocales. Tampoco es un síntoma de
tristeza, depresión o rebeldía. Es una abuela simpática, dulce y cariñosa que
siempre ofrece la mejor de sus sonrisas, los abrazos más tiernos y los besos
más almibarados. Simplemente, valora tanto las palabras que las emplea con
cicatería.
Las
silenciosas conversaciones con su esposo, durante el quedo sueño, proporcionan
a Emilia la satisfacción de su muy humana necesidad de contar cosas.
Nadie
en la familia, ni siquiera el abuelo, lo recuerda ya, pero la parquedad en
palabras no es algo con lo que Emilia hubiese nacido. Cuando Emilia tenía
catorce años, la edad actual de Gertru, era una adolescente normal en todos los
sentidos. Ayudaba a su madre en casa, a su padre en el campo, se ponía un
vestido que había sido nuevo los domingos y se dejaba ver por el pueblo,
hablando con las señoras que paseaban y oteando de reojo a los muchachos que la
miraban con descaro.
Uno
de esos domingos, llegó un feriante que vendía pócimas y brebajes, explicaba
historias y cantaba romances. Era un tipo enjuto, alto y moreno, con unas
profundas y oscuras ojeras que enmarcaban unos ojos de brillo denso y
amarillento. De su raído traje negro emergía un cuello fino y nervioso que,
como si de una tubería de PVC se tratara, conducía una voz potente y grave que
su boca triste despedía. Realmente, al salir de entre sus fauces, las palabras
tardaban en sonar en los oídos de los asistentes. En cierto modo, parecía que
el movimiento de sus labios, al pronunciar las mudas palabras, sirviese para
despedirse de ellas antes de que se materializasen en el aire.
El
feriante miró a Emilia desde su pequeño estrado, fijo, cubriendo con la soleada
luz de su mirada la figura adolescente que atendía con recelo. Tras una pausa,
sin apartar la vista, pronunció unas palabras incongruentes y espesas, lentas y
viscosas que nadie entendió. Tampoco Emilia consiguió descifrarlas en aquel
momento.
Al
día siguiente, sin embargo, al despertarse sintió que lo que había oído el día
anterior tenía sentido. De algún modo que sólo el pesado sueño del que había
despertado podría revelar, supo que a partir de entonces le quedaban tres mil
doscientas treinta y dos palabras por pronunciar, y que debía administrarlas
con suma cautela para no quedarse sin la posibilidad de decir algo importante.
Lleva
Emilia un registro escrupuloso de las palabras que le quedan. Salvo algún
pequeño desliz, sólo ha abierto la boca sin miedo para comer y beber, y no ha
emitido más sonidos que los estrictamente imprescindibles. Tener tanto tiempo
para seleccionar las palabras le otorga una precisión que reduce, aún más, las
posibilidades de malgastar vocablos.
Cuando
Gertru está llegando al instituto, suena su teléfono móvil. Reconoce el número
fijo de su casa y contesta con desgana. Al otro lado, la voz de su abuela la
sorprende.
-Ven.
Y
el sonido intermitente de la comunicación interrumpida.
Par,
par, par, impar. Par, par, par, impar. Raya. Par, par, par, impar. Par, par,
par, impar. Raya.
Gertru
emprende el camino de vuelta hasta su casa.
La
interrupción de su penosa subida al cadalso le infiere un nuevo brío que le
permite levantar los pies lo suficiente para que las suelas no siseen.
De
camino, sin perder ni por un solo segundo el “inexorable” (así llaman a esta
costumbre familiar sus padres y abuelos), Gertru repasa su plan para vivir del
cuento.
El
plan no está acabado. Faltan flecos por pulir y aún debe decidir aspectos tan
importantes como el punto de partida. La estrategia comercial no está definida.
Pero Gertru no tiene prisa y va apuntando, mentalmente, cada vez que hace un
resumen del plan de marketing, apoyado por su propio departamento de
lanzamiento de nuevos productos y servicios, aportaciones que su equipo de
dirección y el consejo impulsan con entusiasmo.
Para
evitar revelarlo antes de poder llevarlo a la práctica, Gertru ni siquiera se
permite pensar en él en términos concretos. Así, ha inventado palabras que
sustituyen a las reales en sus cábalas, de forma que sólo alguien que, además
de leer el pensamiento, tenga acceso al glosario que guarda en un rincón escondido
de su habitación, podría desvelar su secreto plan.
“El
morro del escorpión debe de alinearse cada día. Si no me propongo hacerlo a
diario, podría ser que las meninges perdiesen fuelle. Debo recordar eso. Una
vez que se convierta en algo regular, podré empezar a arreglar el fanny y
sacarle pasta. Si el sosiego se desvanece me hunde, así que debo alimentar el
sosiego por lo menos una vez al mes…”
Par,
par, par, impar. Par, par, par, impar. Raya. Par, par, par, impar. Par, par,
par, impar. Raya.
Ya
en casa, se encuentra en la cocina con el tito Fele, que desayuna un bocadillo
de jamón y un vaso de vino tinto, sin marca, de la bodega que aun resiste la
competencia de los centros comerciales en la esquina que hay al final de la
calle. Fele es uno de los miembros de la familia que vive en el enorme
edificio.
El
tito Fele levanta la cabeza un poco, hace un leve gesto con los párpados que
indican que ha visto a su sobrina y fija la vista en el jamón que, instantes
después, desaparece entre sus fauces.
Gertru
lo mira mientras atraviesa la cocina, sin juzgar ni pensar siquiera en él,
atenta al “inexorable”.
Ya
en la habitación de la abuela, Emilia la recibe con un beso y un abrazo
silenciosos. Con un gesto, hace que Gertru se siente y, mirándola con una
concentración inusitada, le revela:
-
Estoy
jodida. Se acaban.
Gertru
no da crédito a sus oídos, pero son sus ojos, paradójicamente, los que intentan
saltar de las órbitas para demostrar asombro.
-
Se
acaba, ¿el qué, abuela?
-
Palabras.
La
nieta no da muestras de entender. Ni siquiera de atender. Algo desconcertada,
contesta con aire distraído.
-
Joder,
abuela. Yo sí que estoy jodida. Que me llamo Gertrudis. Ya te podrías llamar tú
Gertrudis, que le pega a una abuela.
Emilia
la interrumpe con un enérgico movimiento de su mano. No sabe escribir y su
frente se arruga bajo el peso de un esfuerzo intelectual evidente. Intenta
encontrar la forma más breve de comunicarse con su nieta, sin éxito.
Al
cabo de un tenso momento, Emilia afloja los músculos de la cabeza, acude una
sonrisa de apoyo a su cara y, con parsimonia, despide a su nieta, conminándola
a repetir el camino a la escuela, con los mismos gestos con que lo hace cada
mañana.
Gertru
sale de nuevo, a paso ligero y con las pestañas cosidas a las cejas por el
pasmo, en dirección al ominoso instituto donde su nombre la sitúa en el escalón
social más bajo.
Emilia
no se precipita. Pone en marcha un escrupuloso plan que incluye una siesta de
obispo. Conocedora de las costumbres de su marido, espera a las 12:30 del
mediodía para sentarse, medio-erguida-medio-tumbada, en la mecedora del salón.
En pocos minutos, se sume en un sueño ligero y libre, que le permite soñar a la
carta.
Emilia
conoce los métodos de comunicación del abuelo. Sabe que esa misma tarde, Gertru
le visitará y quiere aprovechar la visita para comunicar a su nieta lo que, por
medios más tradicionales, le ha sido imposible.
A partir de esa premisa, excepcionalmente hace coincidir una cabezadita
con la nada excepcional de Fernando. Durante la duermevela, revela a su esposo
lo que necesita que haga por ella.
Fernando
se acerca a la caseta del guardia de la residencia y, con firmeza, pero amable,
como ha aprendido que exigen las cosas los ricos, los poderosos, los que no
tienen necesidad de dar explicaciones y dan órdenes con la naturalidad que su
posición les otorga, pide un taxi.
A
Fernando no le ha sobrado un euro en la vida, pero se ha codeado con suficiente
gente con dinero como para ser capaz de copiar sus gestos y resultar
convincente.
Tan
solo le hace falta mantener un instante la mirada fija en los ojos del guardia,
que ha levantado la vista con cierta insolencia, para recordarle que está en la
residencia de forma voluntaria y que puede abandonarla cuando quiera.
A
las primeras preguntas del taxista responde con monosílabos, que convencen al
conductor de lo innecesario de darle conversación y la mayor parte de la
carrera hasta el centro escolar transcurre en un silencio gris y espeso, como
el paisaje que va desfilando por la ventanilla del coche.
Fernando
ha querido anticiparse a la rutinaria llegada semanal de su nieta a la
residencia para eliminar, así, todo rastro de cotidianeidad en este encuentro
puntual. Necesita de una atención muy por encima del nivel habitual que presta
un adolescente en general y quién nos ocupa en esta ocasión, en particular.
Aborda
a su nieta tan pronto como pisa la acera, la coge del brazo y la conduce a un
rincón aparte, lejos de distracciones y de la mirada curiosa de sus compañeras,
que no habían visto nunca antes a ese hombre.
Los
ojos de Gertru no pueden estar más abiertos (si quiere evitar que los globos se
le desprendan y le queden colgando de las órbitas, como bolas del árbol de
Navidad) mientras escucha las explicaciones del abuelo. No sabemos si es pura
estupefacción o escepticismo, pero intuimos que se trata de una combinación de
ambos.
-
¿Cuántas
le quedan?
-
Cinco.
-
¿Solo?
-
Nada
más. CINCO palabras.
Admirada
por la intrepidez de Fernando, pero temerosa de que el uso de sus facultades se
interrumpa por causa de la enfermedad de un momento a otro, le acompaña en el
mismo taxi que le ha traído hasta la residencia. En el momento en el que entran
en la habitación se congratula de no haberle dejado solo, mientras el anciano
mira a su alrededor confundido, sin saber, súbitamente, dónde está ni qué hace
allí.
Le
tranquiliza con palabras que comparten, le acaricia la frente, le deja en
compañía de una cuidadora y se va a casa, contando baldosas.
Par, par, par, impar. Par, par, par,
impar. Raya. Par, par, par, impar. Par,
par, par, impar. Raya.
Al
cruzar la puerta se encuentra, en el recibidor, al tío Fele y a Braulio
enzarzados en una discusión sobre Messi. Uno sostiene que es el mejor del mundo
y puede hacer lo que quiera con su vida, con sus botas y con su fútbol y el
otro le replica que, si es quién es, lo es gracias al equipo que le ha
encumbrado hasta ese podio. Como todas las disputas sobre cualquier aspecto
relativo a la filosofía o la metafísica, es acalorada hasta un extremo que disuade a la
muchacha de interrumpir, llevarse a su padre a la habitación contigua y tratar
de hacerle entender algo que ella misma no comprende muy bien.
Pasa
entre los dos sin que ni siquiera reparen en su presencia y, por el pasillo, se
cruza con su madre, que le da un beso distraída y se mete en la cocina.
Se
dispone traspasar el umbral del gigantesco lavabo, con la sana intención de
encerrarse hasta que todo se solucione por sí solo (no olvidemos que está sumida
en la cruda adolescencia), cuando de la oscuridad del fondo sale disparada, como un
pepino, como una exhalación, la abuela Emilia, le pone la mano enérgica en el
brazo, la expresión suplicante, asustando a la niña:
-
¡Aparta,
coño, que me meo!
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