Mi vida como testigo



17 de enero de 2004. Mollet del Vallés

Es sábado por la noche y nos disponemos a hacer uso de la libertad (muy) pre-pandemia para cenar en el McDonald’s de La Llagosta. Mª José está encinta, en las últimas semanas de gestación y la inmediatez del parto y de lo que (acertadamente) pronosticamos como una etapa de dormir mal y no salir apenas nos empuja a tirar la casa por la ventana y darnos ese homenaje. Nada de McMenu, pediremos las hamburguesas y las bebidas sueltas, con una ración de Nuggets para compartir y patatas Deluxe, de las caras.

De camino, recordamos que mañana es domingo, que las tiendas estarán cerradas y que los últimos centímetros del último rollo de papel higiénico que nos queda en casa ondean silenciosamente en la oscuridad del cuarto de baño. Aparco el coche en el parking del supermercado Esclat y, teniendo en cuenta el tiempo que falta para que cierren la tienda, el estado de gravidez de mi esposa y que solamente nos hace falta un artículo, la dejo descansando en el asiento del Clío verde botella y me dirijo en solitario a la entrada.

Con el aplomo que otorga haber comprado papel de culo en otras ocasiones y mirando desafiante a todo aquel que ose poner en tela de juicio la dignidad de quien se pasea por los lineales del super, sujetando un paquete por la cinta que tan acertadamente han pegado al plástico, avanzo hasta la línea de cajas, efectúo el pago y salgo con mis doce rollos en ristre, por la puerta principal, como un señor.

A pesar de mi permanente estado de ensimismamiento, algunos movimientos extraños logran llamar mi atención. Hay gente que empieza a correr en distintas direcciones. Un coche negro, con las lunas tintadas, se ha parado justo delante de la entrada del Esclat. Se abren tres puertas al unísono para arrojar al aparcamiento a sendos ocupantes, que llevan la cara tapada con algo que no logro distinguir y un arma en la mano. En las décimas de segundo en las que todo ocurre, mi cerebro procesa las armas como pistolas, sin embargo, las (malas) noticias posteriores desmentirán esa primera y efímera impresión.

Más contagiado por el bullicio general que por una sensación real de peligro, echo a correr entre las hileras de autos, agitando el paquete de rollos, y llego junto al mío, con la respiración entrecortada, golpeando la ventana con los nudillos para que, en cuanto mi esposa abre una pequeña rendija con los ojos tan abiertos que no se le ven las cejas, inquiriendo sobre el motivo de la urgencia con la simple expresión de la O que forman sus labios, embuto el paquete de papel y logro colarlo para lanzarlo al asiento de atrás, rodeo raudo el vehículo y me siento frente al volante para arrancar el motor y salir zumbando del aparcamiento. 

Mi mujer me pregunta, sin alcanzar a comprender:

  • ¿Has robado el papel?

  • ¿Cómo? ¡No!

Consigo ponerla en antecedentes y, mientras, preso de un estado de nervios creciente, conduzco en dirección equivocada y me meto en la autopista que no lleva a La Llagosta, salvo dando un rodeo absurdo, ella llama a la policía para dar parte de lo que ya hemos conseguido interpretar como un atraco. En el momento en el que logramos contactar con la centralita, nos adelanta a una velocidad de persecución hollywoodiense el Kadet negro, del que logramos tomar nota de la matrícula.


18 de enero de 2004. Granollers

La aventura del día anterior me lleva a la comisaría de los mossos, donde me han citado para tomarme declaración en calidad de testigo. Conozco allí la noticia de que un guardia de seguridad del centro comercial intentó interceptar a los atracadores y todo lo que consiguió fue una herida mortal con arma blanca. Entiendo en ese momento que lo que yo vi no eran pistolas y que el cerebro, influido por un estado de alerta, se dedicó a interpretar los estímulos que percibía, completando las áreas vacías o con información insuficiente con suposiciones que resultaran mínimamente lógicas. 

Sin saber muy bien cómo, estoy en un despacho pequeño, sin ventanas ni ventilación, en el sótano de la comisaría, siendo interrogado por un policía por un caso de asesinato. No es que en ningún momento me haga sentir culpable. Al contrario, me trata con amabilidad. Pero parte de su trabajo consiste en detectar inconsistencias en la declaración y, a medida que el interrogatorio avanza y va repitiendo las preguntas de maneras diferentes, el agente va constatando poco a poco que, quien tiene delante, es un mentecato con déficit de atención, sin retentiva y sin capacidad de fijarse en ningún detalle.

Intentando disimular una mirada de frustración, no exenta de cierta compasión, me despide con un apretón de manos y un “suerte”.


12 de mayo de 2004. Mollet del Vallés

Ayer me llamó, de nuevo, la Policía. Un agente del cuerpo se puso en contacto conmigo y quiso citarme en la comisaría, de nuevo, para un reconocimiento de pistas y evidencias relacionadas con el asesinato del que fui casi testigo hace unos meses. 

  • Mañana no me va bien, estoy al cuidado de mi hija y no voy a poder salir de casa.

  • ¿Tienes un ordenador con lector de DVD’s?

  • Pues puedo venir yo y enseñarte las imágenes en tu ordenador.

Con puntualidad británica, tocan a la puerta a las five o’clock y, cuando abro, con la niña berreando en brazos, me encuentro a un oficial de paisano. Pero muy de paisano. El pelo largo recogido con una felpa, una sudadera de jarapa y pantalones tejanos anchos, descoloridos y deshilachados por donde el tiempo, el uso y el roce han horadado el tejido. Espero a que me enseñe la placa antes de hacerle pasar y conducirlo hasta la habitación, donde tengo el PC, venciendo el temor a que saque un didyeridú de una funda oculta tras su espalda y se ponga a soplarlo en el pasillo.

Las imágenes van pasando por la pantalla sin pena ni gloria. Las miro como una vaca mira pasar el tren, sin que despierten en mí ningún recuerdo o sentimiento. Unos cuchillos, unas bufandas, un cinturón, un pasamontaña, unos gorros, un mechero. Son objetos que había en el coche cuya matrícula coincidía con la que nosotros proporcionamos y que encontraron abandonado pocas horas más tarde de que ocurriese el luctuoso incidente.

Vistos así, en el ordenador, bien podrían ser artículos a la venta en Wallapop que no despiertan mi interés más que los continuos chillidos y lamentos del bebé. Anira permanece atada a la tumbona-balancín y amenaza con salir disparada por el efecto muelle que provoca la intensidad de su gesticulación. La cara amoratada de la niña es lo que convence finalmente al kumbaye de la pertinencia de abandonar el piso.


26 de octubre de 2017. Parets del Vallés

Es un martes normal en la oficina. Llevo los tres cafés de rigor a las diez de la mañana, cuando una llamada al móvil me despierta. Se trata, de nuevo, de los Mossos de Esquadra. Una agente se identifica al otro lado de la línea para ubicarme y, en el plazo de una hora, presentarse allá donde yo esté para enseñarme una serie de fotos relacionadas con el caso de hace trece años.

Le digo que estoy en el trabajo, pero no parece intimidarle lo más mínimo y nos citamos en la empresa.

No son más de las once cuando la temblorosa voz de la portera me anuncia la visita de la policía.

  • Que entren.

Bajo las escaleras que conducen a la entrada para recibir a la patrulla y les conduzco a una sala de reuniones vacía, donde me muestran una serie de objetos y fotos que, si unos meses más tarde del suceso eran cromos sin sentido, más de una década más tarde son imágenes vintage que no logran arrancar de mi memoria el más leve recuerdo.

Al parecer, han logrado vincular los restos de ADN en el arma homicida con el de un sospechoso al que han conseguido atrapar después de todo este tiempo. Mi testimonio no es clave, pero estaría bien que fuese capaz de identificar alguno de los objetos que el presunto asesino llevaba consigo cuando yo lo vi. A tenor de lo que soy capaz de evocar, los tres atracadores podían haber ido en pelotas, vestidos de tortuga ninja o de flamenca.

Aun estoy despidiendo al coche de policía, ondeando la mano desde lo alto de las escaleras, cuando una voz tras de mí me inquiere:

  • ¿Qué querían?

Se trata del jefe de recursos humanos, que ha sido alertado por la recepcionista de la llegada de los mossos, preguntando por mí, y se había imaginado una detención en fábrica, precedida por una persecución, gritos, tiros, toma de rehenes y demás calamidades.

Lamento desilusionarlo mientras desandamos nuestros pasos de camino a los respectivos despachos y le voy poniendo al corriente de la reunión.


24 de marzo de 2021. Parets del Vallés

De nuevo, una llamada de un número desconocido. Quien llama es una secretaria del juzgado de paz del pueblo. Quiere que vaya a verla. No por exhibirse, me aclara en un inciso innecesario, sino para entregarme un papel.

  • Es importante, pero no es urgente. Ven hoy.

Dejo todo lo que estoy haciendo para acercarme hasta su oficina, donde me facilita un documento que me cita como testigo en el juicio por asesinato y robo con fuerza contra un tal Isidoro Gómez Pereira.

Noto que está impresionada en el temblor de su mano sujetando la notificación y en la mirada de estupor tras los cristales de unas gafas empañadas por el vaho que sube de su propia mascarilla.

Mi gesto de suficiencia y aplomo, como única respuesta, confirman la importancia de mi testimonio a ojos de la secretaria. Noto su admiración clavada en mi espalda mientras me alejo del mostrador.

Al llegar a casa, busco al Isidoro en Facebook y me sale el perfil de un padre de familia normal y corriente del Baix Llobregat, con su perilla bien recortada y su chándal de tactel. Salvo, quizá, por la gorra de baseball que le tapa los ojos, los numerosos tatuajes que cubren brazos, cuello y rostro, los piercings que se distribuyen igual de arbitrariamente por las zonas visibles de su cuerpo, la ausencia de algunos dientes y el brillo dorado de un colmillo asomando en una sonrisa siniestra que parece ir dedicada a mí. 

Trago saliva involuntariamente y pongo el móvil en modo avión.


4 de mayo de 2021. Barcelona

Llego puntual y unos guardias me hacen esperar en el pasillo por el que se accede al interior de la audiencia donde se está celebrando el juicio. Oigo voces filtradas por las gruesas paredes de un edificio antiguo, pero no logro entender nada.

Reconozco que, cuando me abren la puerta y me piden que acceda a la sala y ocupe mi sitio en el estrado, me sudan un poco las manos y me tiembla la voz al decir mi nombre y mi número de DNI.

Mientras el fiscal repasa sus papeles, doy un vistazo a mi alrededor para hacerme cargo de la situación. Nueve miembros del jurado popular, cuatro de ellos mujeres. Unos mirando al suelo, otros a mí, otros al fiscal o al juez y una que va poniendo los ojos en blanco constantemente, como si estuviese impaciente o aburrida.

Detecto también la presencia de Isidoro y el brillo de su sonrisa, sentado junto a un tipo que debe de ser su abogado, si lo de la toga no es una moda que a mí se me ha pasado por alto.

Pido agua y un ujier me trae un vaso, que me bebo entero, intentando apartar la mirada del acusado, sin conseguirlo.

  • ¿Fue usted testigo del atraco perpetrado en el establecimiento Esclat, sito en Mollet del Vallés, sobre las ocho cuarenta y cinco del sábado día diecisiete de enero de 2004?

  • Creo que sí.

  • ¿Cómo que lo cree? ¿No está seguro?

El fiscal tiene una voz nasal, molesta, que me distrae.

  • Bueno, sí. No recuerdo la fecha exacta. Pero vamos, que estuve ahí un sábado por la noche que hubo un atraco.

  • ¿Puede relatar lo que vio?

Vaya voz, joder. Parece que esté haciendo una parodia de un personaje de dibujos animados. Isidoro sigue con la mirada fija en mí y la de los ojos en blanco ahora también suspira.

  • Un coche se paró en la puerta y salieron tres personas de dentro con armas, que se dirigieron al interior de la tienda.

  • ¿Recuerda de qué armas se trataba?

  • Han pasado diecisiete años. No me acuerdo de casi nada. Ese hombre es inocente.

  • ¿Cómo?

  • Nada, cosas mías.

Por más que lo intento, no consigo verle las pupilas a la señora del jurado. Empiezo a preguntarme si los tiene vueltos de forma permanente por alguna enfermedad o malformación.

  • ¿Tomó usted nota de la matrícula del coche mientras sucedía el atraco?

  • ¿Yo? Que va. Fue mi mujer. Y fue después. Nos adelantó un coche que se parecía, pero podía haber sido otro.

El fiscal deja descansar a mis tímpanos unos instantes para consultar sus notas.

  • Les adelantó a gran velocidad e infringiendo las normas de circulación, ¿no es cierto?

  • A la gente le da por correr. A esa mujer le está dando un ataque o algo, señoría.

Ahí el juez reacciona con un sobresalto, golpea con el martillo en la mesa, creo que por equivocación, para reprenderme:

  • ¡Señoría soy yo, caballero!

Para entonces, la miembro del jurado me mira con la misma cara de aburrimiento y resoplando, pero con las pupilas centradas en la parte visible de sus globos oculares.

Pido más agua.

Ignorando mi creciente estado de agitación, el fiscal empieza a desplegar una serie de fotos frente a mí. Otra vez el Wallapop. Y otra vez a negar que reconozca nada. Se me cansa el cuello de decir que no con la cabeza, mientras con el rabillo del ojo mantengo bajo vigilancia al acusado, que ahora parece más distraído con la roña de las uñas que con el interrogatorio.

El ritmo va decayendo por la propia desidia que se apodera del fiscal, que cada vez pasa las estampicas con menos ganas, hasta que acaba cerrando el álbum, da una palmada de alivio y exclama:

  • ¡Pues ya está!

El juez mira por encima de las gafas hacia la posición de Isidoro y su abogado hace que no con la cabeza, así que resuelve:

  • No hay más preguntas. Puede retirarse.

  • Gracias, excelentísima señoría.

Abandono la sala sin dar la espalda al acusado y buscando con la mirada la de la señora del jurado, con la que no consigo hacer contacto. Sin embargo, antes de traspasar la puerta, puedo oír el aire salir por su nariz, en un último gesto reprobatorio.

A pesar de mi esfuerzo por revelar la inconsistencia de las pruebas, al llegar a casa oigo en la radio que el asesino del Esclat ha sido por fin condenado a dieciséis años y un día de prisión, después de casi dos décadas de investigación. Teniendo en cuenta las reducciones por buena conducta y los permisos de tercer grado, calculo que me quedan unos cinco años de andar tranquilo por la calle.

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