Se confirma: mi reputación me precede. De alguna manera que
escapa a mi control, ha llegado a oídos de gente que ni si quiera conozco mi
proverbial valentía, el coraje con el que asumo mis responsabilidades, el valor
con el que enfrento los peligros más insospechados. Es algo que he tratado de
evitar por mi propia tranquilidad, pero supongo que hay capacidades que es
imposible ocultar y, finalmente, se ha hecho público hasta el punto de que me
he convertido en el personaje de referencia en el barrio, al que acude
cualquier vecino que presiente una amenaza.
Esta mañana, sin ir más lejos, ha sonado el timbre de la
puerta para descubrir, al otro lado, a una alterada empleada de la empresa de
limpieza que se encarga de la escalera de la comunidad, quien, tras una larga
introducción que incluía un cubo desaparecido, varios viajes en ascensor a
diferentes rellanos en busca de su herramienta de trabajo, un posterior desplazamiento
a un edificio contiguo donde guarda otro y las sospechas veladas de la
intervención de un pintor en la desaparición, ha conseguido calmarse lo
suficiente para desvelar el motivo de su aspecto (el pelo revuelto, el
maquillaje corrido y una expresión de pánico en la mirada):
-
En el trastero ese que tenéis abajo, lleno de bártulos,
que está siempre abierto, ¡hay unas piernas!
No he necesitado oír más. ¡Unas piernas! ¡No puedo
perdérmelo! He saltado como un resorte para echar mano de la mascarilla y las
llaves y embarcarme en el ascensor con la temblorosa señora, que había trocado
en su mirada el miedo por una admiración creciente.
Es en momentos como estos en los que entiendo la necesidad
de preservar a los míos y, quizá, para ello, debería de inventar una identidad
alternativa tras la que ocultar mis facultades.
Tras el breve desplazamiento, la puerta corredera ha hecho
su trabajo y el temporizador no nos ha dejado muchas opciones, obligándonos a
salir al rellano del parking antes de que nos golpease en una pierna. Como no,
he sido yo quien ha precedido la patrulla, con la mujer blandiendo la escoba
tras de mí y asomando la cabeza por encima de mi hombro.
-
Ahí, justo detrás de la puerta, están las
piernas.
-
Pero, ¿en el suelo?
-
No, no, detrás de la puerta.
La puerta permanecía insolentemente abierta, dando paso a
una amenazante oscuridad. Con toda la precaución y sin dejar de sentir el
aliento de la señora en mi cogote, he intentado empujarla, pero algún objeto
impedía el movimiento.
Para ver el espacio que señalaba, tenía dos posibilidades.
Una, asomarme por la rendija que queda entre el marco y la lámina de metal,
aprovechando el hueco que dejan las bisagras. Ha sido la elegida en primer
lugar, pero la oscuridad de la estancia y la falta de ángulo impedían tener una
visión clara del espacio.
La segunda opción consistía en adentrar parte del cuerpo en
el trastero y asomarme al otro lado. Oía latir un corazón, pero no sabía si
latía en el espacio ciego al que yo iba a exponer la cabeza, si era el de la limpiadora
o el mío. Venciendo un temor más que justificado, he adelantado el tronco para
mirar, primero rápido, dispuesto a recular al más mínimo movimiento y, después,
con la seguridad que proporcionaba el vistazo inicial.
No había nada que pudiese parecer las piernas de nadie. Ni
tirado en el suelo, como la señora había creído ver (“¿qué hay?, ¿se ven las
piernas?”), ni colgando del techo, como yo llevaba un rato imaginándome. Lo más
parecido a unas extremidades que hemos podido advertir era una lona colgando de
una estructura de hierro.
-
Pues no sé. A mí me ha parecido ver unas
piernas.
-
Si las había, ya no están. Se habrán ido
corriendo (el defensor del pueblo puede permitirse pequeños chascarrillos para
destensar la atmósfera).
Yo quería volver en silencio, como la solemnidad del momento
requería, pero la mujer todavía tenía que explicarme lo poco que se fiaba del
pintor y la de paseos que había tenido que dar por culpa de la desaparición del
cubo. Después de entrar en el piso y cerrar tras de mí, todavía la he seguido
oyendo un rato.
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