A ghost story



Si algo me define, aparte de una belleza apolínea y el deslumbrante brillo de mis premolares a la luz de la luna, es un escepticismo arduamente trabajado durante años. Escéptico de verdad. Escéptico de manual, de no creer en nada que no vea, lo cual se está convirtiendo en un problema creciente a medida que progresa la presbicia.

Sin embargo, desde hace un tiempo, los elementos se están alineando para intentar que abandone una filosofía de vida por la que llevo apostando desde que me untaron la frente con aceite, en la Confirmación. Sin añadir tomate, ni sal. O azúcar y cola-cao. Yo que sé, algo.

Sin ir más lejos, hace unas semanas que en mi coche se enciende la luz del cinturón de seguridad y se activa la alarma sonora, avisando de que el usuario del asiento del acompañante no lo lleva abrochado. La particularidad es que, aparentemente, el asiento está vacío. 

Las primeras veces toqué el asiento, hice presión para intentar pulsar algún sensor oculto y desactivarlo de alguna manera, así a ciegas. Tiré varias veces del cinturón de la derecha, metí una moneda en la ranura del anclaje, di volantazos bruscos a derecha e izquierda y apreté todos los botones, de los que desconocía su utilidad, en el salpicadero. Paré el coche en medio de la calle, desierta a esas horas, para probar a hacer un reset a lo Windows, pero tampoco funcionó. 

De pronto, mientras continuaba el camino de vuelta a casa, intentando acostumbrar el oído al agudo y penetrante, a la par que intermitente sonido, me pareció notar una presencia. No fue paulatino, fue de repente. Como el primer hipido, como una tos seca, como un copo de nieve que se te posa en la frente en el mes de agosto. No ocurrió nada remarcable. No cesó el ruido, no se apagó la luz, no se abrieron las ventanas ni oí una voz, pero supe que había algo a mi lado, acompañándome. Si yo no viniese de tantos años entrenando mi escepticismo, podría haberme asustado, pero mi reacción fue serena y solo se me escapó un gritito, un poco más agudo que la señal acústica del cinturón.

Durante lo que quedaba de viaje evité mirar a mi derecha, tratando de ignorar lo que era una evidencia. Más por preservar mi orgullo que por temor.

En los días sucesivos, no dejé de percibir el ente acompañándome en todos los desplazamientos cortos que efectuaba. Pronto empecé a hablarle.

-                    - Te podías haber aparecido en el coche de un supersticioso, ¿no? La verdad, no sé que pintas aquí, si yo no me creo nada que no vea y a ti no te veo. Estás haciendo el ridículo, ¿es que no lo ves? Tú mismo, a mí no me molestas, pero me parece un ejercicio inútil y algo desesperado por hacerse notar. Total, ¿para qué? ¿Qué pretendes demostrar?

La compañía acabó por hacérseme grata y, a ratos, apagaba la radio para que me oyese mejor, mientras le relataba las pequeñas incidencias del día, cómo me encontraba, si había discutido con algún compañero del trabajo, qué tenía pensado hacer de comer y mis planes para el fin de semana.

-                 Taraaa tarararáraaa tarararáraaaa. ¿Qué canción es? ¿A que no lo adivinas? Jaja, ¡qué torpe! ¡Qué poco oído musical! ¡Es la de la guerra de las galaxias! Como lo oyes. ¿Qué? ¿Qué no? ¿La de Superman? No, joder, que es la de la guerra.

No, no me estaba volviendo loco. La presencia no me respondía, ni yo oía voces, ni nada, pero es muy difícil establecer un diálogo sin hacer preguntas de contacto, para comprobar la atención y el grado de coincidencia con las opiniones del interlocutor.

De hecho, estaba tan cuerdo que empezaba a molestarme su silencio, esa falta de respuesta que comencé a tomarme como indiferencia, desinterés, altanería. Me estaba resultando algo pedante, sentía cómo intentaba poner distancia entre nosotros, demostrar que estaba por encima, que pertenecía a una clase superior. La de los ectoplasmas presuntuosos, presumo.

Acabé enfadándome, le eché del coche. Detuve el vehículo en una esquina y le grité que se fuese, que me dejase. Le rogué que abandonase el asiento, que tomase forma corpórea, o lo que necesitara, para desplazarse hasta el exterior y se perdiese de vista. No sin cierta violencia, me incliné hacia la puerta de la derecha y la abrí para que se largase.

Todavía conservo el vello de la nuca erizado por su aliento. Por el aburrimiento, la insatisfacción y el disgusto resoplados en mi cuello mientras se bajaba del coche, el chivato del cinturón se apagaba y cesaba la alarma sonora.


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